Los disparos se oían potentes y
rebotaba el eco en su sangre inocente que adornaba la pared. La condena había
sido dictada tres días antes y el fusilado había pedido una barra de jabón y
una cuchilla de afeitar nueva para no lastimarse las mejillas con la cuchilla
oxidada que guardaba en un rincón de la celda. La cita con la muerte programada
era un acto formal, debía cumplir con el protocolo de los inocentes
sentenciados. Se bañó dos veces ese día, una al despertar y otra antes de la
ejecución, y aunque procuró ponerse bastante desodorante no consiguió que el
sudor le arruinase la camisa nueva que también había pedido para su tan
comentada despedida. Nada lo podía salvar, el lo sabia bien. Unas horas antes
de ser llevada a cabo la condena el fusilado se tendió en su camarote, leyó
unos artículos sobre los iluminados de la India , sobre la incredulidad de algunos científicos
acerca de si el canto de la ballena es o no una manera de comunicarse y un
pequeño cuento que conocía de memoria desde la infancia. En su última declaración
afirmo por enésima vez su inocencia, y con su dedo tembloroso apuntó varias
veces con rabia al juez quien no se atrevía a mirarlo a los ojos. La condena
estaba dictada. Tres días después seria llevada a cabo el fusilamiento del
fusilado. Un amigo lo visitó momentos antes de la hora final y le había
recomendado llevar una capucha para la ejecución. El había presenciado varios
fusilamientos y por conclusión creía que era mejor no ver el momento en que el
oficial abría la boca y dejaba caer su saliva espesa segundos antes de apretar
el gatillo. Decía él que los fusilados, morían con la misma expresión retorcida
del oficial al ver su horrible cara de éxtasis cuando hundía los dedos sobre el
gatillo grasiento de tanto uso. Pero no. Ni los consejos de su amigo ni las
continuas golpizas por parte de los guardias de las celdas podían hacerlo
cambiar de opinión. -Sin capucha por favor- dijo el fusilado cuando llegó el
momento de salir de su celda. El pasillo era tal cual se comentaba entre los
sentenciados. Largo, oscuro, húmedo y con una mágica luz al final que
preanunciaba un pronto final. El patio estaba lleno de oficiales, guardias, policías
y uno que otro aprendiz de tiro al blanco que sentados observaban
cuidadosamente los rápidos movimientos con que se lucía el encargado del tiro. El
lugar donde debía instalarse estaba notoriamente demarcado en el patio y la luz
del sol lo hacia relucir aún mas. Restos de sangre de color púrpura yacían
esparcidos en la pared y alrededor del circulo blanco en donde debía ubicarse
el fusilado según las instrucciones de la comitiva organizadora del evento. El
verdugo elegía bien su arma y limpiaba continuamente su frente y sus manos que
sudaban excesivamente debido a la emoción. El fusilado estaba ya parado firmemente
en el circulo blanco y la multitud uniformada generaba un único y molesto ruido
de voces y silbidos. Al fusilado le parecía identificar levemente el sonido de
una guitarra que a veces se hacia mas perceptible. Entre la cantidad de voces
irreconocibles surgió un grito potente y estremecedor. El juez esperaba inmóvil
y paciente y un guardia alto con aspecto de funcionario de oficinas y muy bien
peinado dio la orden de guardar silencio incluyendo al fusilado. Había llegado
el momento, el tan esperado momento. Recordó las largas tardes en que se
sentaba a escribir acerca de las enfermedades oscuras y de los males que
aquejan la insaciable autodestrucción de los hombres. Por aquellos días el
fusilado buscaba colores desconocidos y se sentía apóstol de la misma
autodestrucción. Ahora estaba parado en medio del patio, limpio, afeitado y
perfumado, con un peine en el bolsillo trasero de su pantalón y una camisa
nueva que le quedaba muy bien, los colores combinaban con la palidez de su
rostro. Miraba con su ojo derecho directamente a la boquilla del fusil que le
daría muerte. Pensó en rezar y pedirle a dios entrar en su reino. Pero no lo
hizo. Sabia perfectamente que dios no aparecería y que solo quedaría de el un
registro en el acta de fusilados por aquel juez. Todos estaban completamente en
silencio, el oficial lo apuntaba sin moverse siquiera un centímetro. Quería
llorar, quería hablar, maldecir, escupir al juez y acuchillarle la garganta.
Era imposible. Cuando abrió la boca para por fin decir algo, el oficial apretó
al gatillo a fondo, una, dos, tres veces. El fusilado, entre decenas de
aplausos, antes de morir, pudo contemplar como su inocente sangre ayudaba a
pintar la pared, creando un paisaje rojo y púrpura que adornaba el fondo del
patio aquella cárcel.
fragmento de algo que parece ser mas corto.
ResponderEliminartanto como si fuera la continuacion de algo mas largo que esto.
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