Le había
pedido a mi madre que no apagara la luz. Yo lo presentía. Se venia oyendo desde
el fondo de la noche. Ella apretó el interruptor sin hablar nada y cerró la
puerta. Sus pasos en la escalera eran cada vez más ajenos. El cuarto estaba
oscurísimo esa noche, mas de lo habitual. Por el agujero del techo se asomaban
incrédulos algunos murciélagos que viven ahí. Mi hermana chica dormía hace ya
un rato. Yo estaba a punto de caer al sueño profundo, pero aun estaba algo
despierto, en un cierto estado de vigilia. Allá afuera, en la calle, por el
lado de la cancha, un carrito de maní, de esos que tienen forma de barco,
durante varios segundos, soltó un aullido a la manera de un buque pequeño, un
grito agudísimo, incontrolable, que me atravesó la cabeza, exhalando una
columna de vapor blanco y caliente hacia el cielo nocturno. Algo iba a suceder,
yo lo presentía, y en cuanto el barquito de maní cerro su garganta caliente, un
rugido subterráneo y lejano se acercaba como si fuera un corazón gigante que
late en la oscuridad cercano ya a reventar. Un temblor de la tierra nos cayó
encima sin darnos tregua. El cuarto piso se mecía violento y los murciélagos
huyeron por el agujero del techo sin mirar hacia atrás. Mi hermana despertó
llorando, confusa y aterrada. Yo no estaba menos asustado, pero guardaba algo
de calma esperando que mi madre subiera la escalera y con su voz nos
tranquilizara. Pasaron algunos segundos y mi madre no abría la puerta. Tome a
mi hermana y bajamos la escalera, mientras el temblor aun quería hacernos caer
desde lo alto de los peldaños. Cuando llegamos abajo, las últimas oleadas
subterráneas se paseaban por la casa, movían los muebles y le sacaban mas
lagrimas a mi pequeña hermana. Nos sentamos en un sillón y nos abrazamos. El
silencio duró unos segundos hasta que se alzaron las voces de algunos vecinos y
vecinas de los pisos de abajo. Mi madre no estaba por ningún lado. Yo sabia que
no volvería, pero en todo momento le decía a mi hermana con voz tranquila que
ella estaba en camino, que no nos dejaría solos. Nos quedamos en ese sillón, a
oscuras, con la luz de la luna entrando por algunas ventanas, y agarramos algo
de calor abrazados. Al cabo de un rato, mi hermana nuevamente dormía profundo,
aunque con pequeños saltos y palabras al aire que buscaban protección. Luego volvió
la luz, pero llegó sin mi madre. Asustado y cabeceando a momentos, abrasé a mi
hermana para dormir. El grito humeante del buque manicero se oía aun en la
calle. Lento, silencioso, asustado como nosotros. Intente dormir tratando de
saber si el barquito nunca se había movido de ahí, o si era solo mi
imaginación…
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