Creta, o el Laberinto


¿Cómo encuentro la salida?
yo no se nada de idiomas
ni de laberintos
¿Por qué al final
salgo solo de esto?
En realidad
no me importa.
Y es que el asunto
es perder el tiempo,
como un día mas
es un día menos
para algunos,
pero es tan fácil perderse
y caer,
y darse cuenta
que se está vivo
en la realidad,
en la calle, gritando
en la mente,
en lo que veo en ti,
santa madre,
que el barco ha naufragado
y la lluvia no espera
cuando mis ojos brillan,
pues no encuentro la salida.
Y yo no sé nada de lenguas
ni de idiomas,
y no contesto las preguntas.
Me equivoco cien veces
¿Por qué la lluvia no espera?
no espera,
así como las escritura
no sirve.
Y se ha desatado.
Si tus ojos no brillan
preguntándole al laberinto
como escapamos de aquí…


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Contradiccion de las contradicciones


Hallé la mutilación de lo escrito; Todas las letras son
equivocas o trágicamente intratables. Escribir es una seriedad
de la época. Un acto de egoísmo puro, hundido entre las
ganas de estar y desaparecer. Un enorme espejo del alma que
está trizado. Escribir es pura siutiquería. La verdad y la mentira
conjugadas en un baile peligroso adornado por la retórica.
Contradicciones escupidas en la cara. Escribir no sirve de
nada: escribir no sirve. La realidad ya existe una vez y por más
que queramos reinventarla o re-escribirla escribiendo, solo
acabaremos retratando la cara oculta de la realidad misma.
La faceta escondida de nuestro ser, en donde no llega
jamás la luz del sol. El lugar en donde los brotes de las flores
crecen torcidos y con colores opacos. En donde la lluvia
cae copiosa mojando solo nuestras cabezas. La realidad
retratada con un pincel desastroso. Escribir no sirve, no sirve,
no sirve. Así como dibujar también es un punto aparte: la
inutilidad en el juego imaginario de creer y pensar lo que nunca será.
 
 
.
 

Historias del Bar Serena, Viernes 27


Cuando el silencio no se calla
hablando a la nada quejumbrosa
llenamos los vasos de tragedias
en el aire de palabrotas con
la garganta de ríos tintos y blancos 
supersticiosos de boleros antiguos
mientras nos limpian el alma
y la mesa
cada media hora con un trapero
manchado de restos de vino
y ruedan las historias fantasmales
en las que los duendes borrachos
merodeaban las esquinas
de madrugadas frías en la niebla
con la intención de robarles
a los nuevos amantes
sus tanques
recién cargados de locura.
 
 
.
 

Gargantas en los Nudos


A veces soy
la paráfrasis sencilla
la que soltó
-antes que se piteara- 
Ángel Escobar
el poeta que vivió
compartido con un desterrado
paseando por Cuba y la noche
y tomando cerveza postmoderna
con intelectuales pordioseros
en el barrio Bellavista
 
Soy la entraña de porquería
y el cangrejo que come sus vísceras
mientras lo atan a un madero
cuando la marea sube
y pudre la flor en el instante
del frío y la guadaña
 
Soy el cuarto piso de la Habana
y el gollete obnubilado
cortando esposas masculladas
y las pocas pepitas que gritan juntas
fuego! fuego! fuego!
 
Soy a veces el que escribe
y el que brota como un cuchillo
solo soy un mono trágico
que por lo menos esta vez
nada tendría que ver
con la gramática
 
(A Ángel Escobar, poeta cubano:
 se suicidó el 14 de Febrero del 97 en La Habana)
 
 
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Sueño 31


Estoy en un pequeño auto de cartón, miro hacia afuera por las ventanas que no existen. El paisaje es algo lunar, con colores de tonos Marcianos o Neptunianos o Venusinos, o bien podría estar una Luna de Plutón. El viento sopla fuerte y me seca los labios. Arriba del auto van mas personas, entre ellas algunos conocidos y mi hermana. También van los niños, mis sobrinos. Ellos ríen contentos y yo los abrazo fuerte mientras nos hacemos cosquillitas. Yo… Yo no se por que estoy tan triste. Tampoco se quien va conduciendo- El auto avanza por un camino interminable, desértico. A nuestra izquierda está el mar, bello, con tonos verdosos, furioso, lleno de vidas inimaginables y perpetuas. De pronto, el auto salta muy alto por los aires ingravidos. Volamos unos momentos y caemos directamente en un camino de tierra y pequeñas piedrecillas. Empiezo a sentir miedo, un miedo extraño y dulce, parecido a ese vaho melancólico que suele aparecer los domingos de la niñez abandonada. Si, siento miedo. No sé si lo sentirán los demás. Por lo menos yo siento miedo. En un momento llegamos hasta una casa que está en frente a ese mar verdoso que de a poco se tiñe de un azul profundo y antiguo. Es un pueblito muy, muy pequeño. Tiene solo dos calles y todas las casas están casi desechas y derruidas. Todos entran en aquel lugar. Entonces yo me subo en ese auto de cartón y parto muy lejos y luego me pierdo de todos. Desaparezco. Miro a mi alrededor y me doy cuenta que el pequeño auto de cartón ha desaparecido por una fuerte lluvia que duró solo unos segundos. Ahora solo tengo en mis manos dos zapatos de madera pulida y brillante, amarrados el uno al otro por un cordón amarillo. Camino arrastrando los pies con los zapatos de madera en mis manos, colgando del cordón. Avanzo entre nopales y cerros tremendos, intentando buscar una tinta para escribir una carta. Agito los zapatos cerca del suelo, como si fueran un detector de metales, pero en este caso de tintas, pero no encuentro ninguna. Dejo los zapatos colgando de árbol, y el árbol se hace más grande y mas anciano cuando lo toco con mis dedos sucios. Y luego… Luego no recuerdo muy bien que ocurre. Entro a una casa. Ahí está mi familia, los niños, mi madre, mi hermana, amigos muy queridos. La casa está casi desecha, a punto de caerse pero es muy bonita y rara, con adornos de otras dimensiones y otros tiempos. No sé cómo explicarlo, pero sé que es la casa del poeta Rodrigo Lira, y me asomo por el balcón en donde se suicidó lanzándose al vacio. Yo asomo la cabeza hacia afuera y ahí, justo ahí está la carretera, comenzando en la salida de la puerta de la casa y al lado izquierdo del camino está el mar. A la derecha está el desierto y alguien viene por entre las piedras volcánicas caminando contra el viento. Con pasos pequeños y lentos me dice; ven!, ven conmigo! Yo la sigo sin dudarlo, y el viento oceánico no nos deja caminar. Apunta con un dedo la cima de un cerro que tiene un pueblo muy seco a sus pies. Con la otra mano se cubre los ojos de los rayos enceguecedores del astro rey. S acercas y me dice; en esa cima se posan los soles azules al atardecer…

Gollete

 
Parafina, me encuentro otra vez aquí: aquí
hablo a tientas. No puedo con  esto. Caigo hasta el
fondo; destruyo, destruyen, me envuelven, aun no viven
en mi selva; prenden, dime las cosas irreversibles. Aguántame;
dicen los vivos y las caras de los otros  -que nosotros no
somos los que alumbramos la noche-, y las velas de los
mismos ya pequeñitas. Pabilos. Pabilos; no me condenen 
-te volverán a decir-; no puedo con ellos: Charlie Parker
no fuma. Es decir, tiene un montón de agujeros en el
alma, no habla; oscurece, oscurezco. Hay muertos que alumbran
de noche. O bien el agua en las abluciones; nací al mediodía y
fallezco. Tumbo. Un soplo y me apago. Oh! Frío de
invierno. Frío los rostros en los charcos; estancados los
unos y los otros latentes como los silencios: los que no
se desesperan son los que se fueron; los muertos, quiero
decir; los muertos somos nosotros. Fuerza más consenso es
igual a ideología, dicen los que fusilan las flores de Antilef:
geógrafo y hippie. Melena larga de pájaro. Uno o dos. Los
que sean necesarios. Hablo, en voz baja, hablo: no me intuyen.
Me pierdo pensando en las mañanas. -La única ciencia posible:
letras sobre papel y un par de escupos sobre ellas-. Triadas
reconfortantes de las aceras lastimosas. Querría algo de todo;
término de escribir una carta que nunca te enviaré. Miento,
-nada nos pertenece, sollozo de costado- deseo; añoro. Lluvia
de Febrero. Cuatro en lo que abarca la vida. No sigas; los
músicos son cada vez más jóvenes a nuestro alrededor.
Secuestradores de piedad marcan las manecillas jerigonzas
del reloj absurdo. Japonecedades y gringerias marcan los
lenguajes de idiotas generaciones. Perpetuos danzamos
el ruido desastroso como saltimbanquis borrachos y frenéticos:
al suelo los primeros. Los del fondo continúan ahí. Puedes leerlos
en los libros escritos de la historia; dicen -somos la cara del
poder-, queman la vida, el aire, albatros ancianos. No son los únicos.
Como yo también caen hasta el fondo. No se extinguen. Arden,
funden. Se supone que no te posea; tengo unas cuantas
preguntas. ¿Que se hace con esto? Veo correr las palabras y
me caigo de hocico tratando de alcanzarlas. Vuelvo; he
quedado desnudo como un signo. He quedado ahí; donde
policromas lunas se alzan como serpientes saladas, trepando
por los restos de las carreteras de porquería. Donde iluminan
los cerros tremendos y transmutan los ciegos en el oficio de las
arenas inauditas, a la manera de las estaciones de los ferrocarriles
abandonadas, o como chamanes de alguna edad paleolítica
que predicen cuando caen las bombas M-80’s de insectos
que borrarán todos los resabios de esos
sacerdotes/banqueros-. Ahí, donde no me dejan pensar
en palabras con sus eclipses rebanadores de existencias melancólicas
y desfiguradas. Ya no me sorprende nada, porque no soy yo; es
cual el delirio ancho del mundo, el silencio que sucede a las
tragedias. La culpa. La culpa es de los otros. Los otros
son, -quiero decir-, los culpables. Tú, y yo. Así es como existe
el miedo a cruzar las calles de los aferrados, en busca de
cosmogonarias historias. Y miento la angustia fría; así fue
que me vi, observando las ventanas por donde al fin veré
mi cuerpo, los arboles con las faldas abiertas del sol -el sorbo
y el estruendo de la pupila-. Por fin, el ojo y el ser impropio; no
me ayuden y no me levanten. Arriba, el techo donde van, el
nicho áspero cuando estoy solo en la casa y los fuegos son
enormes. Encerrada entre las vigas quebradizas ha quedado
la ternura, bajo el rumor de un sueño de un niño
pagano cualquiera, o un salvaje siempre ilegal y sabio. Esto
afecta directamente al centro del ópalo y su ritmo sulfurante,
donde viene a extender su red y sus fenómenos de azules.
Anuncian por la radio el envejecimiento de las revoluciones,
mientras esos presidentes se diluyen en pétreos números
ingrávidos. Vuelo de pájaro flaco y degollado, o la muerte
de una de esas agujas en los girasoles cartesianos; el hemiciclo
aplaude el desgano de estos océanos de pellejos. ¿Has visto esos
pájaros quietos como soles sobre el horizonte? ¿Has sentido
a tu corazón coquetear con tus amígdalas? Querría una brisa,
la luz que se fuga en el antepenúltimo arrebol prohibido y
metafísico. Solo una, ¿sabes?, el desierto; ¿y si la noche, como
un arte espontaneo de leves murmullos, o como el soplo del
viento entre los litres nos quisiera amamantar? Los niños
duermen hasta hallar el pozo risueño, junto al muro, el rosal. Yo
digo que alguien llama en un glaciar. Navegan las tonadas de buen
ánimo, se alzan así: todo florecido de antiguas antigüedades
marinas. Calles humeantes de los fantasmas
asomadas por las ventanas, o de pie y siempre envueltos
en mantas que quedan de mis cubitas escuadras lluviosas.
Dejan un rastro y un mismo almanaque de sí, consignas de
viajes innombrables. Duendes de neblinas dulces observan
a los obreros madrugadores, sentados en esas plazas. Tuve
una risa transparente antes que me diera alcance el nuevo día:
dicen que son culpables los que alucinan la sordina hipodérmica.
Yo discuto con el cráneo occipital, lloro. En el río bailaron los
juncos cuando los besó la luna, y ella se vuelve deforme y
líquida para poder nadar oculta en él, y para tocar su charango
roto. No nos alcanzaran los ruidos de las sirenas enormes. El poeta
puede ser el mas sumiso de los seres por mas que pueda ser el
mas libre de ellos; ¿Qué podría él entonces ante la propia muerte?
¿Quedaría mas vacíamente trágico que una simple flor hecha
de humo sin mirar hacia atrás? Otra. Otra vuelta en el tango
de la vida y resucitar por compasión. Me dicen que soy una pálida
figura desconfiada, me dicen; tantos otros que quieren ser
libres al igual que yo. Por cortesía, por decir algo y por llorar de vez
en cuando. No se le pueden regalar deseosas sonrisas a alguien
que viva la vida así. Para alejar la materialización de la indiferencia
me apuraron. Me puse triste. Los niños no son malos, no les griten,
por favor. El día que yo no existía. Con el clavito en el cerebro,
el ruido en los oídos, la pequeñita y revoltosa retórica, la mentirosa,
antepenúltima y ni eso. Vacío repleto, y las compañías de las
noches en la misma manera, y hablar de política, música, sexo, drogas,
infancias, necesidades, mentiras interesantes, amores baratos. He
recibido todo el dolor aguantable, todo el  escarnio y la magulladura del
abandono se registran entre los pozos oscuros donde solían estar
mis ojos lagañientos; pues entonces digo ahora que soy el 
escozor de unos susurros en la tierra, o una especie de enfermo
intratable silbando la cara aterrada sentado en la banca de algún
patio clínico. Sulfuros pasados me llueven soplando las palabras
como anillos imperfectos. Chorrean y sangran los dedos como
sollozos de invierno, y son míos aquellos cuando floto en la punta
de los tuyos o en las piedras sutiles: no te olvido cuando observo
la noche cayendo en los huesos, lamento. Te digo: he soñado contigo.


Y hablo como un niño trágico mientras le hago el amor a la piojenta
gramática; pienso en ti por cada puñalada. Valgo callampa, si.
No puedo suplir aquel pañuelo en el cuello. No puedo ver a mis
sobrinos; vivo en la punta de un cuchillo, voy muerto andando
con el cuero de la vergüenza y el discurso a la rastra hacia el
casamiento de abuelos y sepultureros inflamables de congoja. Que
venga alguien y me empuje al fondo, hablo conmigo y solo
con nosotros en voz baja: aúllo y sonrío por si acaso soy el que
aun tiene lumbre a oscuras. El hambre es una sensación triste.
He entregado todo el dolor aguantable. Es un misterio como se
acoplan y ocultan unos a otros los ardores. ¿Como puedo decir
que sobreviví a la gotera de golpes de este siglo?; sigo aquí
a tu lado. Sospecho que me has matado en una
de estas noches -sube la marea-. Tendré algo de calma por la
mañana, si no me coge por la mandíbula tiesa, como una palanca
atrofiada,  el garfio de las tristezas. Una carta que anuncia
puntapiés en las canillas es otro beso del esqueleto en las cunetas.
Hablaba a tientas; -susurraba-. Las letras, una  tras otra;
lastimosas señoritas. Así escondo la cara en
ellas; no puedo. Desnudo. Inmóvil atado de huesos;
me citan en sueños diciendo que  me aterro, diciendo
que hoy toca en sus patíbulos los músicos al mediodía.
No soy el traidor o la matraca y anquilosada querida,
ni el fusil hurgando en las fosas negras que lo pone a
bailar -no a mí, quiero decir- a usted. A usted o el otro.
Me sentencian; yo muerto en la hondonada estaba
incompleto -les dije -perdón-. Al difunto le molestan
profundamente los lamentos. Al adolorido, el dedal
en su mano y la otra en la tuya. -Respira- me dijo alquien
exhalando bocanadas magnificas de humo. Fumábamos
mirando las ventanas. Su voz me recordaba un vidrio
quebrado, como si no fuera alguien totalmente extraña
y desaparecida. Entonces cierro todas las puertas,
observo por un agujero el farol de la calle, camino
y vuelvo. Y tocó su melodía como burlándose. Y
yo sentía que quería estar solo y llovía así despacito,
como lluvia de amanecida, pero era de noche. Me hablaba
y un rayo atravesaba el cielo; la puñalada en la boca del
estómago, ciega. Yo no la miraba a los ojos. Si no que
lloraba pa’ adentro. Me hablaba y la muerte vieja le tejía
un chaleco de lana a una bebé; se olvidaba de los puntos
por estar tan vieja, maldecía los castigos de los años, –apenas
duermo-, suspiraba; nosotros bajo la lluvia aun podíamos oírla
padecer. Una mujer nos avisaba que ya iban a pasar los
goles de colo-colo en la televisión; botaba el humo de un
cigarro. Me miraba y esperaba que yo dijera algo y yo no
decía nada; sentía que moría; No la he vuelto a ver. Si no
que camino un pasillito muy corto, aun llueve; la puerta sigue
abierta, se oye una música de guitarra. ¿Estará tocando
aquel que esté medio vivo? Aquí sigo hablando a tientas,
miento. Me pedía que eligiera un librito de la biblioteca; “El
frío vuelve hacia a los inviernos”, entonces le doy una
mirada a aquél fantasma que me recuerda el temor de
cuando era niño sobre la lluvia que caía igual que en aquellos
tiempos. Ahí nos despedimos sin palabras, sin gestos. Me
observa por las noches y yo me subo a las piedras, desde
el cuarto piso hacia abajo con el dolor de abandonar la
matriz cuidadora. Como en uno de mis sueños. Fugitivo,
desnudo, tiritando delirios azules, palidezco. Anoto
estas palabras en el libro que me regaló; -“soy un aire
helado”- Me pongo a llorar como si estuviera flotando
en un témpano o en la punta de tu dedo. Y chorrea y
chorrea. las piedrecillas en el techo a las cuatro de la mañana.
Cuando el árbol empapado pedía auxilio no fuimos
nosotros quienes acudimos, si no los ausentes y allá,
mucho más allá, el grito continúa; Yo no dormía. Al menos
intentaba, solía y podía dormir, mientras yo iba al
mar. Estuvimos en la nada, frasco vacío, como un perpetuo
reloj de sales. Todo completamente oscuro.
Buscando. Desaparecidos; Me encuentro otra vez aquí.
Hablo a tientas, apenas: poco sé de esto que intento callar.
Y es que todo me pasa a mí. Todo me escurre desde el tabique
nasal hasta el omoplato y el esternón de ida y de vuelta. Todo
me ocurre: desde soñar que la noche gotea y las luces son
el reflejo en el río, donde no nos conocemos y nos encontramos
huyendo del agobio, la desazón que es el miedo y de
nosotros como luna y desierto, como zorro y secreto al oído:
hasta el fondo oceánico tremendo, desconocido, tenebroso
en sus vidas, desteñido como gigante ahogado en mugre
urbanoide periférica, enterrado sin funerales y sin llantos, sin
vidas y sin muertes ya casi. Hasta llorar descolgando a la lluvia.
Pero te juro no reír mas, te juro que yo no escribo poemas.
Aunque hubiese querido pasar todas esas noches haciéndolo,
como vigilado desde el panóptico, la institución de secuestros.
Me veo como flotando en mi cama, en la tormenta recién caída,
y las ánimas que vienen a dormir aquí se sientan al pie
de la escalera, cantando cabizbajas, arrulladas por la música
fúnebre de estas goteras. Las sombras dibujan en la esquina
un lirio traidor, y Rimbaud sigue tirado en aquella camilla.
Despertará algún día, si Dios quiere. Y si Dios no quiere,
pues lo matamos!.  Entre las nueve y las tres, me preguntaban,
¿Qué haces? Yo solo veo que los dedos son un grupo curioso, los ojos.
Me aburro. Todos tenemos enormes gargantas en los nudos.


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