Estoy en un pequeño
auto de cartón, miro hacia afuera por las ventanas que no existen. El paisaje
es algo lunar, con colores de tonos Marcianos o Neptunianos o Venusinos, o bien
podría estar una Luna de Plutón. El viento sopla fuerte y me seca los labios. Arriba
del auto van mas personas, entre ellas algunos conocidos y mi hermana. También van
los niños, mis sobrinos. Ellos ríen contentos y yo los abrazo fuerte mientras
nos hacemos cosquillitas. Yo… Yo no se por que estoy tan triste. Tampoco se
quien va conduciendo- El auto avanza por un camino interminable, desértico. A
nuestra izquierda está el mar, bello, con tonos verdosos, furioso, lleno de
vidas inimaginables y perpetuas. De pronto, el auto salta muy alto por los
aires ingravidos. Volamos unos momentos y caemos directamente en un camino de
tierra y pequeñas piedrecillas. Empiezo a sentir miedo, un miedo extraño y
dulce, parecido a ese vaho melancólico que suele aparecer los domingos de la
niñez abandonada. Si, siento miedo. No sé si lo sentirán los demás. Por lo
menos yo siento miedo. En un momento llegamos hasta una casa que está en frente
a ese mar verdoso que de a poco se tiñe de un azul profundo y antiguo. Es un
pueblito muy, muy pequeño. Tiene solo dos calles y todas las casas están casi desechas
y derruidas. Todos entran en aquel lugar. Entonces yo me subo en ese auto de
cartón y parto muy lejos y luego me pierdo de todos. Desaparezco. Miro a mi
alrededor y me doy cuenta que el pequeño auto de cartón ha desaparecido por una
fuerte lluvia que duró solo unos segundos. Ahora solo tengo en mis manos dos
zapatos de madera pulida y brillante, amarrados el uno al otro por un cordón
amarillo. Camino arrastrando los pies con los zapatos de madera en mis manos, colgando
del cordón. Avanzo entre nopales y cerros tremendos, intentando buscar una
tinta para escribir una carta. Agito los zapatos cerca del suelo, como si
fueran un detector de metales, pero en este caso de tintas, pero no encuentro
ninguna. Dejo los zapatos colgando de árbol, y el árbol se hace más grande y
mas anciano cuando lo toco con mis dedos sucios. Y luego… Luego no recuerdo muy
bien que ocurre. Entro a una casa. Ahí está mi familia, los niños, mi madre, mi
hermana, amigos muy queridos. La casa está casi desecha, a
punto de caerse pero es muy bonita y rara, con adornos de otras dimensiones y
otros tiempos. No sé cómo explicarlo, pero sé que es la casa del poeta Rodrigo Lira,
y me asomo por el balcón en donde se suicidó lanzándose al vacio. Yo asomo la
cabeza hacia afuera y ahí, justo ahí está la carretera, comenzando en la salida
de la puerta de la casa y al lado izquierdo del camino está el mar. A la
derecha está el desierto y alguien viene por entre las piedras volcánicas caminando
contra el viento. Con pasos pequeños y lentos me dice; ven!, ven conmigo! Yo la sigo sin dudarlo, y el viento oceánico no nos deja caminar. Apunta con un
dedo la cima de un cerro que tiene un pueblo muy seco a sus pies. Con la otra
mano se cubre los ojos de los rayos enceguecedores del astro rey. S acercas y
me dice; en esa cima se posan los soles azules al atardecer…
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